Entrenieblas

Entrenieblas

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Por Jorge L. Núñez A.

Pertenencia y desapego, recepción y resistencia son instructivas herramientas con que es posible alejarse de las vulgares tentativas de suavizar la realidad que precede el presente, aquella cotidianidad de la que se nos quiere permitir ver la parte y no el todo. «Entretinieblas», novela corta del prolífico Diego Muñoz Valenzuela, expone los fundamentos del humanismo radical de personajes azotados por la auténtica obscenidad que tensionó la década de los ochenta.

De todas las ramas del conocimiento asociadas al humanismo, la literatura es casi la que está menos de moda, la menos atractiva y la más inactual, y también, la que con menor probabilidad asoma en las discusiones sobre la relevancia para el humanismo para la vida en el siglo XXI, de la misma manera que el socialismo (anti)marxista se ha dejado cooptar por los mantras neoliberales haciéndonos creer que la igualdad y la libertad son «cosas» de la academia.

Además, ha sido en la academia el lugar donde se han acuñado neologismos, «logorreas» que intentan retratar lo extraño e impreciso. Vaya un ejemplo paladino:

El diccionario inglés Oxford declaró a post-truth (posverdad) como la palabra internacional del año 2016, y fue definida como la circunstancia en que «los hechos objetivos tienen menos influencia en formar la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias personales»; se podrá argüir que el consenso sobre el significado de las palabras es uno de los consensos más básicos que existen en cualquier sociedad, tanto que ni siquiera nos damos cuenta de ello.
Cómo es que no hay —o si la hay, no se hace notar— resistencia a la catástrofe narcotizante de la democracia de gabinete, parece, visto desde fuera, ser lo que se interroga Diego Muñoz Valenzuela en su última novela —Entrenieblas—, editada bajo el talento editorial de Vicio Impune.

De la Posverdad a la Posmentira
«Entrenieblas», bajo la colección Narradores Chilenos, está conformada por un poco más de un centenar de páginas en que novela, recrea la mística con que se relacionaron los seres humanos bajo la dictadura pinochetista, trata de la vida y la presurosa muerte de muchachos a quienes desde el Estado —«(aquella) eficaz maquinaria de exterminio»— se les designaba bajo el rótulo de «humanoides», toda vez que lograban sobrevivir a las balas.
Escrita en un tono ameno, de calibrada velocidad y lejos de las ínfulas de la pedantería narrativa o el embelesamiento de la lucha de la juventud contra la dictadura, el conjunto de textos refleja de forma exquisita la fascinación del escritor por poner al alcance de los nuevos lectores la atmósfera de época, relata la vida, los acostumbrados asesinatos, los hábitos, el lenguaje, las creencias, adversidades, juegos, sus voces y formas de pensar.

Está hecha de voces diversas, contrapuestas y hasta contradictorias, voces que rondan la impostura y el equívoco, tejiendo y destejiendo una espesa trama de signos y referencias y un ambiguo sistema de ecos y resonancias cuya finalidad es la descripción de calamidades y milagros con un estilo combinatorio que alterna el testimonio con la crónica, la ironía con el asombro, el paisaje íntimo y el cosmopolita.
El contexto es un territorio hostil y de arduo sacrificio en que aquellos protagonistas del Chile de la década de los ochenta no perdieron la magia de la vida, como fácilmente se puede deducir de la lectura de «Entrenieblas».

Lejos de cualquier impronta naïf, endulzada, la publicación de la casa editorial y el propio escritor rinden sentido y respetuoso homenaje a las víctimas, al tiempo que con la característica precisión y alta calidad narrativa de Muñoz Valenzuela.
La verdad sobre los procesos políticos bajo los años de la dictadura pinochetista hace que «Entrenieblas» pueda contener más sabiduría que la que tiene el autor.

por Juan Mihovilovich

“El tiempo, como era usual, se deslizaba lento y líquido. Imaginaba que el mundo era un inmenso acuario donde se desplazaba con morosidad.” (pág. 103)

Es un libro con la apariencia de un solo personaje central que desarrolla sus vivencias al modo de un diario de vida fragmentado y que abarca la primera etapa de la dictadura militar en Chile. Pero esa estructura narrativa unipersonal no debe tomarse al pie de la letra en cuanto a la presencia de un único discurso, ya que al menos permite más de una digresión.

Diógenes, cuyo nombre no es casual, es un joven de apenas 18 años y que será testigo de los más aciagos momentos que viviera este país durante el golpe militar del 73 y cuyos efectos inmediatos se expandió por décadas sin que hayan sido extirpados de la memoria colectiva. Y es que Diógenes representa, justamente, la conciencia lúcida de quien asumió que estar en medio de la historia equivalía a ser un actor real, con sus miedos, sus inseguridades, sus intentos de accidental valentía, sus dudas manifiestas respecto de la bondad humana, el recelo respecto de sus amigos cercanos, sus mutuas desconfianzas. Por lo mismo, es cierto, parece un personaje único y sin embargo, es el espejo oculto de una juventud parcelada, como si se sobreviviera en compartimentos estancos donde la palabra y los gestos eran el silencio común de toda una generación perdida.

En fin, ser y estar en el centro de la historia, mimetizado como uno más de los jóvenes de la época que, de golpe y porrazo, vieron que el mundo nuevo, el de la solidaridad y la fraternidad, se les venía, virtualmente, abajo. Los idealismos caídos por la borda. Las persecuciones como forma de control y exterminio de los opositores políticos y todo aquello que conlleva la consolidación de una dictadura que se entronizó en el poder por casi dos décadas.

Luego, Diógenes, en sus interrelaciones procura desmenuzar el sentido del miedo. Es hijo de un matrimonio comunista, con un padre ya entrado en años y que ha ocupado un puesto significativo en la vida cultural. Inmerso en su ámbito estudiantil Diógenes presiente que, tras los cantos de sirena iniciales de algunos seudo revolucionarios, la Dictadura ha venido para quedarse. Descree de la lucha de una resistencia que será incapaz de subvertir el nuevo orden. Su vinculo con Catalina, una agraciada mujer madura que, a su vez, mantiene una relación amorosa con Leonardo, un supuesto adalid de la lucha clandestina, lo mantendrá en las tormentosas aguas juveniles donde la sensualidad y acogida de aquella será una especie de bastión que lo ayudará a comprender e intentar soportar el dramatismo de una realidad entrecruzada de muertes, temores, sospechas y delaciones, que irán dando pábulo a la consolidación progresiva de un militarismo sangriento que cambiará la perspectiva social, económica, política y sobre todo, humana, del país.

Desde un eventual atrincheramiento personal, Diógenes recrea su soledad individual tratando de atesorar alguna imagen que lo saque del descreimiento generalizado. Sus permanentes suspicacias entre sus iguales lo llevan a preguntarse a menudo qué sentido tiene vivir entre tinieblas, sin saber de qué manera se encuentra o se retoma el curso natural de una juventud que ha sido castrada en sus sueños y expectativas. De qué modo se supera la cadencia de un tiempo estático donde se asiste a vivir la propia existencia como si fuera ajena.

De ahí que, ocasionalmente, se vea involucrado en una que otra actividad clandestina, más por circunstancias que por convicciones reales. No concilia que sea la fuerza pura o la idea de una rebelión que signifique la muerte de muchos la forma en que se puede lograr la derrota de la Dictadura. En su fuero interno siente que sus ilusiones son las comunes de su edad y por lo mismo intuye que luchar con las mismas armas de los vencedores es continuar con una espiral de violencia que no tendrá nunca un fin próximo.

Diógenes constituye un reducto ético y moral respecto del golpe de estado. Es la conciencia intuitiva de saber y entender que el tiempo del odio tiene un trayecto doloroso, pero que en lo profundo de sí mismo y de quienes se enfrentan al oscurantismo hay un germen de rebeldía natural que ninguna dictadura podrá oprimir para siempre.

Es por lo que esta novela, escrita con soltura y maestría inherentes a su autor, nos lleva a indagar en un terreno no del todo explorado en la narrativa post golpe: escudriñar en la voz juvenil que lidió con los pánicos y horrores dictatoriales y que se esforzó por no sucumbir en el intento.

Un libro que debiera ser conocido por las nuevas generaciones para entender y aprehender que la historia a veces y por desgracia es cíclica y que las conductas humanas, con todo lo terrible y destructiva que pueden llegar a ser, no las exime, ni con mucho, de la posibilidad de reiterarse en la vida de cualquier país o sociedad, incluida, naturalmente, la nuestra.

por Fernando Moreno

Profesor de Literatura e investigador de la Universidad de Poitiers, Francia.

Fragmento del texto leído en la presentación del libro “Entrenieblas”, de Diego Muñoz Valenzuela. 11 de julio de 2018. Casa del Escritor. Santiago.

Es más que conocida la constancia con la cual el elemento histórico participa en la constitución de los discursos literarios en nuestro país y en el continente, un hecho que se ha desarrollado y consolidado en las últimas décadas por el número creciente de escritores se han abocado a la reescritura de capítulos y personajes considerados fundamentales en la Historia pretérita del país. Y sobre todo por la actividad de aquellos autores que se han volcado sobre su Historia reciente, aquella de la dictadura y de la posdictadura. Asumiendo un código estético realista, en sentido lato y, por lo mismo, con la presencia de muchos matices tonales, decenas y decenas de novelas hacen suyas temáticas referidas a distintos aspectos y problemas que han afectado y afectan la sociedad chilena, su política, su evolución. Las referencialidades que allí emergen son, consecuentemente, varias y variadas. Hay textos que nos hablan del golpe de estado, de su brutalidad y de sus consecuencias inmediatas (A partir del fin de Hernán Valdés, Milico de José Miguel Varas), del ambiente tenebroso, temor e indefensión durante el período del gobierno militar (La burla del tiempo de Mauricio Electorat, Cátedras paralelas de Andrés Gallardo); de los centros de detención, de la crueldad y la tortura ejercidas por los esbirros del poder (Carne de perra de Fátima Sime, Coral de guerra), de los avatares de la resistencia, sus heroísmos y traiciones (El informe Mancini, Todos los días un circo, ambas de Francisco Rivas), de la caras del exilio y los reveses del desexilio (Cobro revertido de José Leandro Urbina, Bosque quemado de Roberto Brodsky, Una casa vacía de Carlos Cerda), de las relaciones entre cultura y barbarie (Estrella distante y Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño), del existir y de la sobrevivencia en el periodo de la llamada transición a la democracia, donde prima el orden económico y social impuesto por la dictadura y el liberalismo a ultranza (Mano de obra de Damiela Eltit, La patria de Marcelo Leonart). Y muchos otros.
Esta tematización y ficcionalización de la historia se concreta bajo diversas modalidades y formulaciones. Así, en relación con el grado de referencialidad, los acontecimientos históricos pueden allí aparecer de modo explícito, directo, sin tapujos, o bien de manera oblicua, sesgada, distorsionada, también hipotética o imaginada, de modo que la temporalidad referida puede ser precisa, difusa, genérica o proyectada hacia el futuro e incluso pos apocalíptica (El insoportable paso del tiempo, de Francisco Rivas), o que permita establecer puentes entre pasado y presente (Marcelo Mellado, La batalla de Placilla). Los escritores recurren a diferentes formatos y estructuras. Por ejemplo, el del testimonio como el José Miguel Carrera en Somos tranquilos, pero nunca tanto; el del neo policial (Sin redención de Miguel del Campo; Será de madrugada de Eduardo Contreras, además de las muy conocidas de Ramón Díaz Eterovic); de la crónica y la entrevista, (Alfredo Sepúlveda, Virginia Water), el de la novela de aventuras (Ricardo Candia Cares, Operación Cavancha, Jorge Molina Sanhueza, Asesinato en el estado mayor), el modelo de la confesión (Arturo Fontaine, La vida doble); del folletín historiográfico, como en Mapocho de Nona Fernández, de la ciencia ficción (Jorge Baradit, Lluscuma), y a proyecciones y orientaciones disímiles, tales como la paródica, la alegórica, la mítica, la meta discursiva o la didáctica, y que pueden funcionar de modo excluyente o aunado.
Este es el contexto en el que se inserta Entrenieblas, la reciente novela de Diego Muñoz Valenzuela que se presenta hoy. Se trata de una obra que comparte muchos rasgos y enfoques con aquel corpus. Pero lo que interesa destacar aquí, me parece, son más bien sus diferencias, todo aquello que establece su singularidad, su personalidad podría decirse, y que, por lo mismo, amerita nuestra atención.
En este sentido, por ejemplo, habría que considerar, lo que dice relación con la perspectiva del hablante, lo que se podría considerar como su disolución que es, al mismo tiempo, su duplicación. Digo esto porque el texto viene precedido por un “Prefacio” en el que el autor explica la génesis del libro, se refiere a su título, reflexiona sobre sus objetivos, insistiendo en su experiencia personal, en su afán por elaborar un testimonio literario en el que prevalezca el deber de memoria. Pero, al leer la novela nos encontramos, no con una narración estrictamente personal, la de un sujeto que recuerda, sino más bien la de un personaje que recuerda “a través de”, es decir a través de un narrador externo, en tercera persona como se dice desde hace mucho, el que sigue paso a paso los gestos, actos del protagonista y externaliza sus pensamientos. Pero, al mismo tiempo, se constata que la narración se dispone según el modo de un “Diario de vida”, que es una de las concreciones más frecuentes de los relatos autobiográficos, de las escrituras del “yo”. Hay entonces esa doble perspectiva, o esas perspectivas que se contraponen y complementan, donde la asunción de lo personal parece que no puede hacerse sino a través de la búsqueda y del establecimiento de una distancia, de un desdoblamiento explicable quizás por el deseo de racionalizar, de ordenar y también de exorcizar demonios personales e históricos.

Se trata de un “Diario de vida” que comienza relatando lo sucedido, el 11 de septiembre de 1973 a las cinco de la mañana, se precisa en el texto, y que termina el 10 de septiembre de 1975. Son entonces dos años de la existencia de Diógenes, el joven protagonista –que en esa primera fecha está terminando sus estudios secundarios y que posteriormente ingresará en la universidad–, los que aparecen allí evocados selectivamente y con mayor o menor detalle, según el grado de conocimiento y de importancia que el narrador posee o le atribuye a lo sucedido.

Surge así, desde la óptica de ese joven ilusionado y comprometido con la política de cambios impulsada por Salvador Allende, y a partir del momento del violento quiebre de ese programa, todo un conjunto de reminiscencias que abarcan múltiples aspectos de su ser íntimo y de su ser social. De modo que el narrador dará cuenta de la sensibilidad y también de la juiciosa emotividad con la que Diógenes encara o elude las nuevas condiciones de vida impuestas por los militares, cómo reacciona frente a las situaciones de violencia y terrorismo de estado, transmitirá sus percepciones en relación con los avatares de su familia, y de las a veces muy trágicas consecuencias que trae consigo, en el ámbito educacional, laboral, y relacional, el orden del terror instaurado por la dictadura. Pero también la reacción de quienes se atreven a oponerse, y sus consecuencias.

Acertado me parece el título escogido por Diego Muñoz para su obra. Y él, en el citado “Prefacio”, lo explica así: Entrenieblas “fue la sensación que mejor describe mi experiencia. Es una memoria borrosa: como si la historia se observara a través de una ventana empañada por un largo invierno. O desde unos ojos inundados por las lágrimas, O desde una ciudad inundada por una niebla densa y persistente”. Y tiene razón, cómo no habría de tenerla. Pero me parece que, junto con esto, ese título sugiere además de las ideas de incertidumbre, confusión, desencanto, esos sentimientos en los que, frente a los hechos, el protagonista se ve envuelto y, yendo todavía algo más allá, orienta hacia la caracterización del universo representado como un mundo de tinieblas, de sombra, de oscuridad, de tenebrosidad, en suma, como un infierno. Nieblas y tinieblas que son sin embargo referidas con un discurso transparente, ágil, fluido, directo, eficaz, consecuente con el propósito de objetivación verosímil de una conciencia que se mueve entre el desaliento y el denuedo, en un constante vaivén en el que van sucediéndose o alternando, aventuras y desventuras, esperanzas y decepciones, alegrías y tristezas, sosiegos e inquietudes, aprensión y coraje, actuación e impotencia, lealtades y falsías.
Se destaca, además, ese retrato que se va configurando del personaje central, ese adolescente –lector impenitente, estudiante responsable, autocrítico, emocional y reflexivo– apabullado por la Historia, abrumado por el peso que cada acción puede significar, confundido, aturdido frente a callejones sin salida aparente, turbado por las vicisitudes de una vida desquiciada y que se pregunta y se cuestiona por su presente y su porvenir: “Sigo vivo nada más por temor instinto. Sin ninguna justificación real. Soporto el horror y el abuso a costa de la ignominia. Cada día traiciono, reniego, abomino, me muerdo la lengua sólo para continuar respirando. ¿Qué clase de vida tengo? ¿Qué futuro surgirá de este caldo abominable?”.

Y es que Diógenes quisiera poder hacer honor a su nombre, tener la posibilidad de asumir una idea radical de libertad y de desparpajo, poder ejercer una autonomía en opiniones y comportamientos, pero al igual que sus padres, que sus pares, que sus amigos, y que todos los que piensan como él, ha sido sacudido y vapuleado por aquella intervención militar que termina por instaurar “los tiempos del ogro”, para aludir a otro de los títulos de Diego Muñoz. Sin ánimo de hacer malos juegos de palabras ni humor negro, o moreno, que me va mejor, Diógenes, nuestro Diógenes, podría exclamar como César, Vallejo claro, el de Los Heraldos negros, aunque con las diferencias que se imponen, “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!” y continuar con aquellos versos que dicen “Y el hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como / cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; / vuelve los ojos locos, y todo lo vivido / se empoza, como charco de culpa, en la mirada”. Ante la tragedia, el hombre se siente culpable, piensa que la esa circunstancia es producto de su actuar, se siente responsable y se instala en la incertidumbre y el dolor. Pero el personaje tomará las decisiones que le permitirán, se supone, atenuar la angustia, contrarrestar ese infortunio causado por otros hombres, ir más allá del constatar hechos, sensaciones o estados de ánimo, y comprometerse para participar de manera enfática y no sólo circunstancialmente, en actividades de impugnación y resistencia.
Con experiencia privada y experiencia social entretejidas, con la manifestación de lo fáctico visto a través del prisma del mundo sensible, por medio de los avatares de la subjetividad engarzados a la Historia, proporcionando los materiales discursivos para pensar y analizar las presencias y sentidos del pasado, Entrenieblas evoca los sueños truncados por un despertar de botas y por sus consecuencias de todo tipo, esas que transformaron la nación en una consternación. De este modo, se propone una ficción como un envolvente lugar de interrogación de los marcos de la experiencia individual e histórica y la pone al servicio de un pensamiento y de una actividad de recuperación y transmisión de la memoria.
Mucho más podría decirse sobre este hábil y bien concretado ejercicio literario. Se podría hablar de las anécdotas que contiene, y de la representación que hace el narrador de cómo se viven los afectos, de cómo se sobrevive en medio del sistema represivo, de cómo se va construyendo la fotografía de una época, por ejemplo. Y de cómo se despliegan las múltiples facetas del texto, que hacen de él simultáneamente un testimonio, una saga familiar, un diario de vida, una novela de aventuras y de formación. Todo eso lo descubrirán sus ávidos lectores. Pero no quisiera olvidar algo que también me parece significativo y que tiene ver con la realización y la recepción de esta obra. Porque las motivaciones de la escritura y acogida de los virtuales destinatarios hacen que aquí el texto se perciba como un espacio para conocerse y reconocerse, y dando la vuelta al esquema, para que la literatura se convierta en mundo y vía de conocimiento y de autoconocimiento. No es éste el menor de los méritos de Entrenieblas.

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